Un laberinto hacia el mar


Un laberinto hacia el mar

Cuento matemático

Alicia Yaiza


Charles acababa de cumplir doce años.

Vivía con su madre y su hermano menor en una encantadora aldea de casas blancas con tejados de paja, situada en el sur de Francia. Un lugar rodeado de vegetación, donde los habitantes cultivaban lo necesario e intercambiaban los excedentes, pues el dinero no existía. Todo parecía perfecto.

Todo, excepto un pequeño detalle: era imposible salir de allí. La aldea estaba atrapada en el centro de un gigantesco laberinto formado por zarzas y espinos infranqueables.

Se decía, se susurraba, que el laberinto crecía con el paso del tiempo, que sus ramificaciones se multiplicaban, que sus caminos se alargaban y estrechaban, haciendo cada vez más difícil escapar. Muchos habían muerto buscando una salida. Algunos habían sido atravesados por las espinas, otros asfixiados por las ramas que se cerraban a su paso, y muchos más perecieron de sed, perdidos en las sinuosas sendas.

Charles acababa de cumplir doce años y vivía con su madre y su hermano menor en una preciosa cárcel.

Su regalo de cumpleaños fue un medallón de latón, una reliquia familiar que su madre había heredado de su padre, y éste, a su vez, de su madre. Había pasado de generación en generación y ahora descansaba en el cuello de Charles. ¡Quién sabe cuántos años tendría! Era un disco metálico imperfecto, demasiado grande y pesado para su pequeño cuello. Pendía de una cadena tosca, aún más pesada.

A los doce años, no se desea un medallón, ni de oro ni de plata; se anhela la libertad, salir y entrar sin restricciones, ser independiente, pasar inadvertido, explorar, conocer, experimentar. Un medallón con una pesada cadena no es más que un símbolo de encierro. Y así fue como Charles se sintió al recibirlo, tratando de ocultar su descontento ante su madre.




Decidió guardarlo debajo del colchón y siguió con su lectura. Los libros eran el único refugio de los aldeanos. En sus páginas, se dibujaban montañas, valles, animales y plantas. Eran libros maravillosos, preciosos, llenos de misterios.

Charles devoró todos los textos que encontró. Aprendió sobre criaturas extraordinarias, sobre plantas con propiedades curativas y sobre paisajes lejanos. En su imaginación, los glaciares se derretían, creando lagos que daban origen a riachuelos cristalinos que desembocaban en el mar. Su mente volaba hacia la libertad. Y para él, el mar era el símbolo de esa libertad tan deseada.

En medio de sus sueños, Charles sacaba el medallón, lo observaba, lo limpiaba, deseando que ese metal tuviera poderes mágicos que le permitieran escapar. Pero la magia nunca llegó. Releía las inscripciones grabadas en el anverso y reverso del medallón:

El niño avanza sin pensar hacia lo desconocido.
El joven, a veces, retrocede para evolucionar.
El adulto busca nuevos retos.
El anciano se convierte de nuevo en niño.

Pero nunca lograba comprender el significado de esas palabras.

Lo que sí comprendió, con el paso del tiempo, fue que su hermano estaba enfermo.

Con doce años y siete meses, Charles tomó una decisión. Se internaría entre las zarzas. Si existía un mar, estaba fuera; si había más libros, estaban fuera; si había una cura para su hermano, estaba fuera. Al amanecer, dejó una nota de despedida, empacó su hatillo y su medallón, y se adentró en el intrincado laberinto.

Había pensado mucho en cómo sería adentrarse en ese caos de pasillos y cruces. Sabía que necesitaba una estrategia, un plan. Debería marcar los cruces y recordar las direcciones tomadas. No era tan difícil: podría atar trozos de tela a las plantas para indicar si un lugar ya había sido visitado y en qué dirección había caminado. Tela azul al comienzo de un camino, tela roja al final.

Con paciencia y disciplina, Charles comenzó a marcar las sendas. Un error podría ser mortal, pero la tarea era complicada. Con el paso de las horas, empezó a ver cintas azules y rojas por todas partes, señales de que ya había pasado por allí. A veces sentía que daba vueltas sin fin. Después de varias horas, se dio cuenta de que estaba completamente perdido.

Las zarzas dejaban huellas en su cuerpo, raspones por sus piernas, brazos y cara. Luego llegaron los mareos, la sensación de estar atrapado. Pasaba por los mismos lugares una y otra vez, sin poder regresar a su casa ni salir de esa prisión. Su cabeza daba vueltas, la falta de oxígeno comenzaba a afectarlo.

Fue entonces cuando recordó el medallón. Palpó las inscripciones, que tantas veces había leído:

El niño avanza sin pensar hacia lo desconocido.
El joven, a veces, retrocede para evolucionar.
El adulto busca nuevos retos.
El anciano se convierte de nuevo en niño.

Y, en un estado casi de trance, lo comprendió: esas palabras eran un algoritmo para salir de allí.

El niño, el joven, el adulto y el anciano representaban los pasillos. Un pasillo que se recorre por primera vez es un niño. Si ya se ha estado antes, se convierte en un joven. Un camino recorrido en ambos sentidos es un adulto, y uno completamente explorado es un anciano. Reflexionando sobre esto, Charles descifró el mensaje oculto.

Recuperó fuerzas, bebió un poco de agua y, sobre todo, recobró la esperanza. Sabía que debía seguir marcando con cintas rojas o azules los comienzos y finales de los pasillos, pero ahora tenía que elegir con cuidado el camino según las combinaciones de colores que encontraba en los cruces.

Finalmente, logró salir del círculo vicioso en el que había estado atrapado. Tuvo que atravesar pasillos cada vez más estrechos, con bifurcaciones y caminos dolorosos. A veces retrocedía, y cuando dudaba, tocaba el medallón para recordar sus enseñanzas. Este se había convertido en su amuleto, en su fuente de inspiración y energía.

Exhausto, herido, con la cara ensangrentada y los labios resecos, tres días más tarde alcanzó la salida del laberinto.

Lo que vio entonces le pareció un milagro: una verde pradera rodeada de montañas nevadas y un cielo azul. No muy lejos, un riachuelo serpenteaba, y Charles sabía que, tarde o temprano, desembocaría en el mar.

Gracias a su audacia e intuición, por fin era libre.

Epílogo

Charles Trémaux vio el mar y regresó a su aldea con los medicamentos necesarios para curar a su hermano. Mostró a sus vecinos, amigos y familiares cómo escapar de esa hermosa prisión.

Más tarde, estudió Ingeniería y publicó el llamado Algoritmo de Trémaux para salir de un laberinto. Es el algoritmo más eficiente que se conoce y garantiza la salida de cualquier tipo de laberinto.



Inscripciones en el medallón y su correcta interpretación 

  1. el niño avanza, sin pensar, hacia lo desconocido - al llegar a un cruce por primera vez, toma cualquier camino 
  2. el joven, a veces, retrocede para evolucionar - si llegas a un cruce que ya has visitado con anterioridad, retrocede 
  3. el adulto busca nuevos retos - si llegas a un cruce desde un camino que has recorrido ya en los dos sentidos, sigue un camino nuevo 
  4. el anciano se convierte de nuevo en niño - si llegas a un cruce y ya has explorado todos los caminos posibles, toma el camino que te primero te llevó allí.